Mi balada del primer maestro
Para Julio Fernando Injoque
¿Cuál es el rol del educador?, más que alguien que nos da conocimientos, es quien nos enseña a pensar de manera libre. ”Pensar con nuestra propia cabeza”, ese fue la lección recibida de mi primer maestro, que antes que el conocimiento cerrado nos llevaba al entendimiento, al saber que provenía de la experiencia y de la reflexión propias.
Hasta hace unos años guardé mi carné rosado de la Biblioteca Nacional del Perú, sección infantil, con mi foto de sapo asustado y mi rebelde pelo formando un moño casi horripilado. Al margen de mi foto, con ese sello que me dibujaba una cicatriz de tinta en el rostro de chico grande, casi un púber, están mis momentos deliciosos y abundantes de lectura. Entrar a la biblioteca era un placer visual, olfativo, táctil, y porque no, auditivo. Me sentía entrar a un lugar mágico, donde la vieja estantería de cedro encerraba cientos de libros, de todos los colores, a los que podía tocar y tomar todos los que podía entre mis manos y repasar sus figuras, y amontonar en una pequeña pila sobre las mesas pequeñas y otras largas, y sentir como pasaban las horas en ese recinto donde respiraba una atmósfera especial de olor a tinta, a papel noble y vivir un instante de mi vida en medio de tanto saber, de tantas ideas, como si los fantasmas de los autores vinieran a mi lado a ofrecerme las bondades de su creación.
Posteriormente conocí otras salas del viejo local de la Av. Abancay, apenas a unas cuadras de donde vivía, a donde me llevaban primero, y luego me aguardaban –previo aviso con ese viejecito de cabello y bigote cano, guardián (no era aun tiempo de los guachimanes mal encarados y monosílabos de estos tiempos) de la escalera de granito y mármol que me llevaba a la sala de lectura y que más adelante lo miraba como una reencarnación entre Manuel González Prada y William Faulkner. Antes de esta etapa leí todos los libros de la vieja colección “Grandes personajes para pequeños lectores”, me aprendí casi de memoria las fábulas de Esopo, Samaniego, La Fontaine, que me gustaba comparar en sus giros de lenguaje y sus finales de moraleja, a sabida en cuenta que eran las mismas fábulas, saber antiguo, vuelto a renacer entre el idioma, y que me anticipaban a eso que leí después en Borges cuando decía que el lenguaje “es asaz misterioso” pues nada sabemos de su origen, solo que se ramifica en idiomas, con su propio vocabulario siempre cambiante de forma y significado. Y el Quijote…ese flaco que confundía en su delgadez extrema con los huesos y pellejos de su rocín, magro, idealista y soñador, y a su escudero, Sancho, comelón, materialista y cortoplacista, pero igual valoraba tal vez en proyección de alguna pareja de súper héroes del universo DC que en ese mi tiempo era apropiada y difundido por la mexicana NOVARO, que leí apasionado en el regalo de mi abuelo materno, en un excelente tomo ilustrado por los grabados indelebles de Paul Gustave Doré, a quien quise imitar en trazos de tinta y carboncillo, en mi escondida vocación de artista que luego dejé por otros amores.
Mi padre hizo lo suyo, también me dio algunos libros, y sobre todo me dejo el interés por la literatura francesa, sus citas -a veces en un francés clerical otras de carretero- entremezclada con sus lecturas y saberes seminaristas con los curas Redentoristas franceses en Huanta, donde hizo sus estudios primarios y de media, y tambien el jovenado pre vocacional en ese magnífico convento donde se encuentra el templo del Sagrado Corazón de Jesús, construido casi un siglo atrás por la mano y sabia conducción de ese sacerdote y arquitecto Padre José María Porret.
Pero todo esta hojarasca de recuerdos quiere traer a colación mi evocación de cómo aprendí a leer, de qué manera contraje este vicio impune, al decir del poeta Valery Larbaud, el único que pervive desde que deje el tabaco…¿A quién debo atribuirlo? Mis primeras letras las aprendí a paso forzado justamente en el viejo colegio-capilla de los redentoristas franceses Sagrados Corazones Recoleta (antes de mudarse a La Molina) entre Wilson (Garcilaso de la Vega y antes el Sol) y Uruguay a unos pasos de la Plaza Francia, ex Plaza de la Recoleta, y la bella Iglesia Recoleta, de torres en aguja propia de la arquitectura neogótica, donde aparecen tres detalles hermosos, el busto del padre Jorge Dintilhac, redentorista Superior del colegio y fundador de la Universidad Católica (cuyas facultades de Derecho y Letras funcionaron en el antiguo local del colegio), la placa que conmemora la defensa de Lima del almirante francés Bergasse Petit Thouars que amenazó destruir a la flota chilena si estos destruían Lima durante la invasión en 1880, y la bella “Estatua de la libertad” que forma el conjunto de la modernización de la plaza obsequio de la comunidad francesa en el centenario de la independencia del Perú, y que hoy es el "Lugar de la Memoria y de los Derechos Humanos de Lima Metropolitana", declarado así por la Municipalidad Metropolitana.
No recuerdo mucho de esta experiencia en La Recoleta, solo cierro los ojos y me contemplo en un lugar oscuro y frio, algo tétrico, y una sala grande llena de libros, y un cura amable de larga sotana que me recibía y me devolvía asustado a mi madre o tíos maternos, a la salida de la escuela. No estuve mucho tiempo aquí, pues luego me trasladaron cerca a mi casa, en ese bello solar, dedicado a un oratorio llamado Casa Ejercicios Santa Rosa del 448 del Jr. Miró Quesada donde una viejecita, beata y paciente, parece fue quien me enseñó a leer y escribir a mi cuatro años. Posteriormente vienen a mis recuerdos otros momentos, afianzar mi lectura en el colegio donde estudiaba la hermana menor de mi madre, creo que se llamaba Centro Social de Señoras, y luego modernizado a Centro Social de Señoritas, muy cerca en Azángaro y Puno, libre todavía de notarios bambas, y a un más viejo colegio Lincoln del cual recuerdo esa fotografía en sepia del ilustre presidente antiesclavista que parecía me hacía un guiño cada vez que llegaba tarde y donde aprendí algo de inglés y me fije en una niña de angelical belleza.
De esta escuela pasé por fin al Colegio donde tuve más permanencia, el Nicolás de Piérola en la vieja calle de Cangallo, cercana a la Maternidad de Lima, donde si puedo dar fe de mi aprendizaje lector, de mi temprano interés por la letras, y mis rudimentos en el periodismo y la política. Recuerdo entonces a mi profesor de Segundo Año de Primaria, quien con enorme paciencia nos motivaba a la lectura. Justamente fue allí donde mis primeras lecturas escolares se incrementan con otras lecturas, también escolares pero llevadas al terreno de la voracidad por saber más, por leer casi compulsivamente.
Recuerdo de esa época ese texto comprado con mis propinas, un volumen de cuentos peruanos donde leí a Valdelomar, a Vallejo, a Izquierdo Ríos, a López Albújar y por supuesto, a Arguedas, y por supuesto, los primeros debates de mis incipientes casi ocho años a propósito de una charla de un sacerdote sobre Cristo y la cuestión de la fe; fueron los de mi primera palabra quechua apropiada con afecto “ÑAN”, “Camino”, una revista artesanal de los estudiantes de periodismo de la Católica que el buen profesor compartía con nosotros. Justamente en esa época se abre a mi rápido aprendizaje de periodista escolar, de mi primer paso por una revista a mimeógrafo, aun recuerdo el viejo Gestetner del colegio, que usábamos con el celo del director y secretario del colegio, apristas ellos, en tanto intentábamos dar forma a “Superación” nuestra revista del cuarto año de primaria a pulso de esténcil y máquina de escribir, sin cinta para perforar la delicada lámina de papel encerado.
Estos fueron años decisivos en mi aprendizaje de la lectura, de mirar mi horizonte definido por la educación y la cultura. Fue el momento que valoré el rol del educador, más que alguien que nos daba conocimientos, nos enseñaba a pensar. ”Pensar con nuestra propia cabeza”, ese fue la lección recibida de esa época, antes que el conocimiento cerrado apertura al entendimiento, al saber que provenía de la experiencia y de la reflexión, propias. Ese fue el mensaje del maestro, de mi primer maestro, una canción de vida que nunca olvide durante estos años, y que a semejanza de esa lectura adolescente de un libro que reunía tres relatos del escritor kirguís Chinguiz Aitmátov, esa literatura rusa o soviética que casi nadie quería leer y que compraba junto con otros libros viejos casi a precio de regalo, fue tambien mi alimento de lectoría fundamental.
Recuerdo mucho de estos tres el llamado “El primer maestro”, de una fuerza conmovedora, la perseverancia (otra palabra que aprendí de mi profesor de segundo año), donde el heroísmo cotidiano se abre paso sobre los obstáculos de la realidad natural y de la vieja sociedad que se resistía de morir en medio de los primero años de construcción del socialismo de los soviet. Diuishén ex soldado del ejército rojo, komsomol pobre y cuasi analfabeto, decide abrir en consecuencia al nuevo orden traído por la revolución una escuela. Es la historia entonces de una escuela rural, en una zona remota, Kurkuréu, en el Kirguistán, de eterno invierno, lejos de toda huella del Estado, tan lejos que todavía persistía el viejo orden feudal.
A pulso, con sus propias manos, Diuishén reconstruye un cobertizo de animales, solo, sin ayuda de la comunidad que mira sus esfuerzos sin ayudar porque nadie cree en la educación. En esa antigua caballeriza construye su escuela, en el cerro de los álamos, y a falta de otro, el se convierte en el único maestro, y con pequeños cabos de lápiz, una pizarra de un trozo de madera, empieza la gran hazaña de enseñar a leer y escribir a los niños y niñas, entre ellas Altynáil Sulaimanóva, en quien descubre una gran potencialidad.
Cómo olvidar las imágenes dramáticas de esta historia, cuando Diuishén cruza uno a uno a los pequeños en el rio helado para llevarlos a su aula destartalada donde debían aprender el ABC que les traía como buena nueva la revolución encarnada en el joven maestro; cómo olvidar su recuerdo triste a la muerte de Lenin cuando reunió en silencio a su escasos alumnos para homenajearlo; cómo olvidar la muerte de su caballo atacado a dentelladas por los lobos cuando volvía de la ciudad donde se había sido incorporado al partido comunista; cómo ese supremo último esfuerzo del maestro, malherido por la paliza que le propinaron al intentar defender a Altynáil para evitar se la lleve el rico terrateniente con quien su malvada tía había casado a la fuerza siendo aun una niña.
No olvidaré jamás al joven Diuishén abrazando y consolando a Altynáil, pidiendole perdón por no haber podido impedir que se la llevaran, en su gesto de redención al liberarla de su opresor, acompañado por el poder del Estado representado por dos guardias con sus gorros con estrella roja, diciéndole que todo pasó, llevando preso al gordo ricachón y abusivo, de cara roja y envuelto en pieles, pues ya no era su tiempo sino los tiempos nuevos, los de la patria socialista, que ya no habría más abusos, y que ella iría a estudiar a la ciudad, a la capital de la provincia, de donde ella brillaría hasta convertirse en una ilustre académica y catedrática…¿Acaso no son los maestros y maestras capaces de similares hazañas para hacer posible la educación?
La historia de Aitmátov termina con la visita de Altynáil a la vieja comuna, con la esperanza de encontrar a Diuishén, su primer maestro, quien hizo posible con sus modestos esfuerzos que ella llegara a ser quien es ahora. El primer maestro, convertido en sencillo cartero casi olvidado por todos de su labor pionera de la que casi nadie recuerda y de la cual hasta se burlaban, decide no participar del homenaje y se retira en silencio, la improvisada escuela de Diuishén, aquella rústica e improvisada, la del cerro los álamos no existe más y dio su lugar a una moderna institución, y los alumnos del ex soldado, como Altynáil, lograron su oportunidad de aprender no solo a leer y escribir, sino el lugar que les toca en la historia.
Esta larga evocación solo pretendía saludar ese esfuerzo, muchas veces anónimo de nuestros maestros. Aquellos de los cuales no recordamos las lecciones garrapateadas con tiza en la obsoleta pizarra, pero que nos dejaron la impronta de su enseñanza, de su ejemplo de abnegación, del consejo oportuno y sabio, de su perspectiva de vida.
Mi lista es larga, tal vez tendría que escribir mucho más para darles el lugar de mi memoria a todos mis maestros, profesores, docentes, cada quien con sus bondades, pero creo que basta con recordar a quien -entre todos- puedo llamar por todo merecimiento y gratitud, mi primer maestro.